“Vivir es contaminar” es la frase lapidaria con la que Arne Naess, el filósofo y activista noruego creador de la Ecología Profunda, aludía a la carga que, para el ecosistema, representa la proliferación de seres humanos afanosos de satisfacer sus propias necesidades y deseos. Una afirmación contundente, que manifiestamente señala que toda vida genera unos pasivos o consecuencias dentro del ecosistema. Lo que es innegable; baste pensar en el ejercicio de la respiración, que extrae oxígeno de la atmósfera para luego liberar en ella CO2.
Toda especie viva establece con el entorno unos flujos de materia y energía delicadamente entretejidos durante millones de años que, necesariamente se afectan conforme los individuos de esa especie aumentan en número y en demanda de recursos. La especie humana no es la excepción. Una cuestión, por demás, espinosa que no deja de tener aristas y generar controversias de todo tipo.
En el ámbito del Desarrollo sostenible, mucho se ha hablado de la disputa entre el Norte rico y derrochador, y el Sur pobre y sobrepoblado, mientras unos y otros se tiran la pelota. El Sur, diciendo que lo que más contamina es el estilo de vida opulento y malgastador de los países del Norte, y éstos, señalando que es la superpoblación y la falta de tecnología de las sociedades “tercermundistas” lo que ha generado la problemática ambiental (muy a pesar del descenso en las tasas de natalidad)*.
No faltan razones de parte y parte; así que no vamos a tomar partido por unos o por otros; consideramos que el problema estriba en la desmedida demanda de recursos que, igual puede darse por superpoblación que por malgasto. Si somos demasiados, no habrá ríos para contener nuestros detritos ni tierra para satisfacer nuestra demanda de alimentos. Es evidente que la superpoblación puede hacer colapsar cualquier sistema llámese sanitario, de transporte o de salud, y la naturaleza es también uno de ellos. Lo propio puede decirse del estilo de vida acomodado y sobreabundante promovido por la super industrialización que pone en jaque la naturaleza con su comercio global, su generación de desechables y su idea de crecimiento ilimitado.
Así que el problema no es político ni económico, el problema es de concepto, de simple lógica, de entender que no se puede crecer ilimitadamente en un espacio finito. No nos equivoquemos pensando que hay soluciones mágicas para mantener activas ambas variables. Ni el más eco ambiental de los productos, ni el más biodegradable, ni el más innovador y favorable, puede aguantar los ritmos de la demanda masiva y continuada, porque más temprano que tarde generará su propio colapso. Cualquier medida, la más bien intencionada, se revela inútil y aun contraproducente cuando se la confronta con las variables población e industrialización. De suerte que es a cada uno como consciencia individual, a quien le compete tomar las decisiones que confluyan hacia la disminución resuelta de la despiadada demanda de recursos que nuestras sociedades industrializadas y sobrepobladas han impuesto sobre la naturaleza, mientras se encuentran maneras éticas y democráticas de hacerlo como sociedad.
Por lo pronto, la declaratoria “vivir es contaminar” nos alerta respecto a la conmoción y disturbio que nuestra propia huella genera en el entorno. Somos la última especie en llegar, y la más perturbadora. Desconocedores de la delicada trama en que se han tejido las relaciones ecosistémicas por eones, no parecemos tener preocupaciones distintas a la inmediata satisfacción de nuestras necesidades y deseos, sin importar qué o a quién nos llevamos por delante.
Es solamente cuando se comprende que la vida es un tejido en el que la más “modesta” de las bacterias ha jugado un papel fundamental en todo el entramado, cuando se comprende lo pequeña y lo grande al mismo tiempo que es una vida individual, y lo precaria y efímera que resulta la nuestra. Una perspectiva biocéntrica en la que el centro lo ocupa la vida en general y no una especie en particular, y en la que no hay lugar a hablar de jerarquías porque resulta obvio que lo más simple nutre y da soporte a lo más complejo; una perspectiva sistémica en la que ningún ser es biológicamente más importante o fundamental que otro, simplemente porque cada cual coadyuva en el bienestar y mantenimiento de la totalidad.
Desde este punto de vista, es claro que la tarea que nos urge como género humano es repensar nuestro lugar en la naturaleza; entender que somos sus huéspedes temporales… unos invitados más, y no sus poseedores definitivos. Si evolutivamente hablando, somos la última especie en llegar, no estaría mal una buena dosis de humildad y agradecimiento que nos impidiera entrar en acaparamientos. No hay que hacer la del remolón de la fiesta, que llega de último, se come el pastel de todos los invitados y luego busca en las habitaciones que más puede llevarse en los bolsillos.
Por eso, cuando la actual economía nos habla de crecimiento ilimitado, de superación de los indicadores del año inmediatamente anterior, de aumentar el PIB, es como si no se diera cuenta de que todo ese crecimiento implica una sobreexplotación de los recursos naturales y una recarga sobre los ecosistemas que bordea peligrosamente los límites de suficiencia del Planeta y, por ende, la supervivencia de todas sus especies incluida la nuestra. La ingeniosa y chispeante advertencia de que no le saque la piedra a la montaña, es también una máxima de prudencia para advertir que la explotación continuada de recursos puede tener unas consecuencias catastróficas.
Parece obvio que la primera acción que debemos emprender como sociedad consiste en moderar nuestras pretensiones. De allí que la tarea de los actuales líderes sea instaurar una nueva economía acorde con el ser y los ritmos de la naturaleza. Entender que el Planeta es finito es la primera de las lecciones que debería darse en la escuela como básico principio de realidad, de simple supervivencia. Que la Tierra tiene unos condicionamientos físico-químicos y energéticos más allá de los cuales no puede funcionar, es la premisa fundamental de toda educación, y es sobre esa premisa que debería plantearse cualquier política pública, cualquier economía y cualquier proyecto de vida viables hacia el futuro.
Si vivir es contaminar, tratar de minimizar esa huella debe ser el propósito de todo ser humano racional y sensible como simple retribución por su hospedaje gratuito. Así que… ¿qué tal si en el marco de esa afirmación, volvemos a barajar nuestra relación con la naturaleza, y en lugar de creernos los propietarios indiscutibles, adoptamos la actitud modesta y comedida del visitante delicado e instruido, y aunamos esfuerzos para que la contaminación inherente a nuestro ser y estar en el mundo no desborde la capacidad de resiliencia de nuestra magnifica hospedera, la Tierra?
* Que las estadísticas en varios países marquen un descenso teórico en las tasas de natalidad, no niega las abrumadoras oleadas de migrantes que diariamente vemos en los noticieros tratando de atravesar las vallas fronterizas, y la apremiante sensación de aglomeración por escasez de oportunidades y recursos.
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