
Hace alrededor de 30 años, nuestra sociedad iniciaba una esforzada campaña cívica para que los transeúntes depositaran las basuras que generaban a su paso en las canecas apostadas sobre la vía, con el popular eslogan ponga la basura en su lugar. Se trataba de una exhortación a no abandonar los residuos en las calles o en parajes inadecuados en los que pudiera causar algún daño, y más bien acopiarlos en canecas y puntos definidos que facilitaran su expedita recolección y posterior depósito en un espacio cuidadosamente pensado para ese fin: el relleno sanitario.
Ingentes políticas públicas y privadas para la educación de la ciudadanía que incluían muy activamente a la escuela acabaron por convencernos de lo bárbaro e insalubre que resultaba aquello de arrojar desprevenidamente residuos y papeles en plena calzada. Así que la empresa resultó todo un éxito, y puede decirse que casi nadie hoy se atreve a arrojar impunemente ni un pequeño trozo de papel a la calle y que, cuando alguno lo hace, es de inmediato censurado, por lo menos, en la mente de sus observadores. Una acertada medida que nos ha librado de, literalmente, caminar entre escombros y desperdicios.
Pero hoy, tres décadas después de haber seguido juiciosamente los instructivos y disposiciones municipales y gubernamentales, de haber sensibilizado a la ciudadanía con el “correcto” despacho de sus residuos, de haber llenado cientos de celdas y cámaras[1], de haber registrado importantes emergencias ambientales y sanitarias entre las que se cuentan derrumbes[2] y conflagraciones[3] además de contaminación propagada en suelos, aguas y atmósfera[4], de haber atendido numerosos problemas de salud, cáncer y malformaciones genéticas en niños y animales[5] asociadas con el funcionamiento de los rellenos sanitarios, tenemos al menos que preguntarnos si ese sí era el lugar de la basura; porque a juzgar por las consecuencias generalizadas, podría concluirse que ahí no va.
¿Hay acaso algo que hayamos entendido mal con los rellenos sanitarios? ¿Será quizá que los hemos construido demasiado cerca de las ciudades y poblados y por eso han generado los problemas de contaminación que generan? ¿Será que trasladándolos unos cientos de kilómetros más allá, a sitios desolados en los confines de la Tierra podremos, por fin, encontrar su lugar ideal y decir sin temor a equivocarnos ponga la basura en su lugar, con la absoluta certeza de poder esquivar sus funestas consecuencias?
Si es esa la solución en la que estamos pensando para salir del embrollo, permítasenos sugerir que el problema de los rellenos sanitarios puede no estar realmente en su ubicación, sino en su concepción misma, y en lo que obvian al pretender un espacio artificiosamente confinado y aislado dentro de la naturaleza. La raíz del problema estaría en nuestras mentes cartesianas eminentemente mecanicistas para las que el mundo es un agregado de partes inertes y estáticas cuidadosamente yuxtapuestas -puestas cada una al lado de la otra- con apenas alguna relación entre sí. Por eso, se nos ocurre pensar que podemos disponer de espacios suficientemente alejados o pretendidamente baldíos o estériles para albergar enormes masas de residuos tóxicos. Y soñamos con que esa basura no corromperá nada en ese espacio ni sus alrededores, presumiendo que el tiempo y la dinámica natural de la Tierra obedecerán solícitamente nuestros diques y disposiciones.
Qué lejos está esa imagen particionada, suspendida y estacionaria, del verdadero entrelazamiento y agitación que, en cambio, caracterizan a la naturaleza en su conjunto. Contrario a un agregado de partes, la Tierra constituye un intrincado sistema de subsistemas múltiplemente interconectados, no importa a qué distancia se encuentren los unos de los otros. De manera que lo que ocurre -los ritmos y conmociones- en una de sus partes, repercuten con inusitado vigor y fuerza en todas las otras. Cualquiera de sus ciclos nos los puede confirmar. Como ejemplo, el transporte intercontinental de nutrientes entre África y América.
Las arenas del Sahara, el desierto más grande del mundo, están compuestas de elementos químicos como carbonato, calcio, fósforo y sílice de antiguos microorganismos fosilizados, y cada año (entre mayo, junio y julio) viajan en una proporción de 60 a 180 millones de toneladas, por el océano atlántico -empujadas por los vientos alisios- hasta el continente americano, precipitándose por simple gravedad o en forma de lluvia sobre la Costa Caribe y la Selva amazónica[6]. Este polvillo proveniente del Sahara, lleno de nutrientes, es usado por el fitoplancton -algas unicelulares presentes en todos los ríos y océanos del mundo- para nutrirse y formar un caparazón por el que se les conoce con el nombre de diatomeas (las diatomeas son organismos fotosintetizadores encargados de absorber el CO2 atmosférico y liberar oxígeno. Se trata de los omnipresentes pulmones planetarios, cuya función es producir la cuarta parte del oxígeno terrestre).
Cuando las diatomeas mueren y su caparazón se va al fondo del océano, una parte de esos caparazones forma pesados sedimentos de piedra caliza que se hundirán gradualmente hasta fundirse en el manto terrestre y convertirse en material volcánico que será enviado de nuevo a la atmósfera con cada erupción; la otra parte, será transportada al Polo Norte por medio de las corrientes marinas que son producidas por factores como la rotación de la Tierra, las diferencias de temperatura y la salinidad del agua. El río Amazonas, que aporta el veinte por ciento del agua dulce que ingresa a los océanos afectando su salinidad, juega un importante papel en las corrientes marinas que fluyen hacia el ártico y calientan las aguas polares regulando el clima planetario[7]. Pero no sólo eso, a causa de las diatomeas que se formaron con el polvillo venido del Sahara, esas corrientes marinas alimentadas por el Amazonas influyen en la redistribución de los organismos acuáticos que se desplazan en busca de los nutrientes concentrados en sus caparazones. De suerte que pese a todo lo alejado e inerte que pueda parecernos un desierto al otro lado del mundo, de éste depende la nutrición y, por ende, el mapa de los ecosistemas marinos de un importante sector del Atlántico.
Pero el polvo del Sahara no sólo trae nutrientes, también transporta bacterias, virus, esporas, mercurio y pesticidas que los vientos recogen en su paso por zonas deforestadas de los países del sur del Sahara[8], afectando la pirámide ecológica marina (corales y bacterias)[9] del Mar Caribe y provocando alergias y crisis asmáticas[10] en la población caribeña que empieza a presentar cuadros gripales y respiratorios además de procesos virales debidos al tamaño de las micropartículas que se hacen más pequeñas y, por ende, más respirables, mientras viajan.
De esta forma, tres regiones del Planeta: el desierto del Sahara, la Amazonia y el Polo Norte que, a su vez, están separadas por alrededor de 8 mil kilómetros las dos primeras, y 10 mil kilómetros las dos últimas, están todas conectadas en un suministro planetario que deja entrever hasta qué punto la naturaleza es un continuum; una misma materia en incesante reciclaje natural, que todo lo recombina y entremezcla perenne e indefectiblemente. Lo vivo y lo no vivo coexisten y se determinan entre sí: “No podemos ya pensar en rocas, animales y plantas separadamente. La teoría Gaia demuestra que existe una íntima relación entre las partes vivas del planeta (plantas, microorganismos y animales) y las no vivas (rocas, océanos y atmósfera)”[11].
De suerte que esos espacios que considerábamos separados, áridos e infértiles son, ecológicamente hablando, de lo más cruciales y fecundos para la totalidad del sistema Tierra. En esas circunstancias es lícito preguntarnos dónde queda el lugar de la basura que hace más de tres décadas creíamos haber descubierto, ¿dónde podríamos depositarla garantizando que no haga daños, que no envenene nuestros alimentos, que no sea alcanzada por un fenómeno natural que la involucre en un ciclo de retroalimentación más grande, multiplicando así sus efectos perniciosos? Creemos que la respuesta es contundente: No hay un lugar para la basura en un planeta totalmente interconectado y recirculante en el que lo vivo y lo no vivo son mutuamente interdependientes. La conocida consigna ponga la basura en su lugar no tiene un referente en la realidad porque si, ni las rocas, ni los desiertos, ni lo más desolado del Planeta está exento de participar en el ciclo de la vida, es obvio, que cualquier cosa que depositemos allí bajo el concepto de basura, más tarde o más temprano se incorporará a los ciclos biogeoquímicos -oxígeno, nitrógeno, carbono, azufre, fósforo- de autorregulación planetaria, desencadenando toda suerte de consecuencias funestas para todas las criaturas del Planeta. La cuestión debe ser replanteada. Nos urge encontrar otra salida al problema de las basuras que no sea desecharlas. ¿Qué tal si empezamos por replantear el viejo eslogan de ponga la basura en su lugar, por uno más acorde con los ciclos y ondulaciones de la naturaleza, uno que nos integre en ese movimiento de una manera más proactiva y decidida? ¿Qué tal uno como ponga el residuo a circular?
[1] https://noticias.caracoltv.com/colombia/informe-especial-rellenos-sanitarios-en-colombia-un-problema-de-salud-publica
[2] https://www.elespectador.com/bogota/dona-juana-20-anos-de-una-tragedia-que-no-se-supera-article-715126/
[3] https://www.facebook.com/canal44/videos/%C3%BAltima-hora-nuevo-incendio-en-el-relleno-sanitario/273285908895284/
[5] https://www.semana.com/nacion/articulo/exclusivo-el-relleno-sanitario-que-estaria-causando-malformaciones-geneticas-en-humanos-y-animales-de-santander/202239/
[11] CAPRA, Fritjof. La trama de la vida, Barcelona: Anagrama, 2003. P.122.
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